¿Qué
es el Rocío?. Así, de entrada, queremos dejar clara la única
contestación posible: El Rocío es la Virgen. La Romería, las
Hermandades, la fiesta..., todo lo demás tiene su única explicación y su
exclusivo sentido en esa y por esa Blanca Paloma que sintetiza los más
profundos significados de la devoción mariana de nuestra tierra.
Sí.
Es cierto que, como en todo hecho religioso, hay un pueblo detrás
–delante- de la Señora de las Marismas. Pero Ella –sólo Ella- es el
vínculo que, en los más esplendorosos momentos de gozo, de alegría
sentida, de conmoción, de dudas o de tristeza, es capaz de transportar
hacia el límite de lo divino, de inundar corazones de profundos
sentimientos espirituales.
El
Rocío es la Virgen. Lo repetiremos una y mil veces. Este es el Rocío
intangible; el que no se puede ni se debe tocar ni cuestionar. Ante el
que sólo cabe la veneración profunda o una respetuosa contemplación. Lo
demás..., lo demás es poco o nada junto a la humilde María de Nazaret,
Rocío de las Marismas. Lo demás, es cierto, es obra humana. Sujeta a
defectos y errores que no nos corresponde calibra. Por
encima de ellos, siglos de permanencia, aseguran la vigilante pupila
celestial que vela, día a día, por ser signo de autenticidad y vida...
Cosa bien distinta será que, todos y cada uno de los que nos sentimos
prendados de esa serena belleza que representa la indescriptible
hermosura, seamos capaces de llevar a cabo lo que constituye todo un
ideal de vida: el ideal de la Madre sencilla, de la Mujer fuerte que
afrontó todo tipo de adversidades... De Aquella que supo esperar por
encima de toda desesperanza... En todo caso... En todo caso sabemos que
Ella estará allí, en el bullicio o en la estrepitosa soledad de la
Marisma para comprender nuestro dolido sentimiento y animar, con callada
sonrisa, cada una de nuestras existencias.
Para
el no conocedor de los temas rocieros, incluso para el que conozca El
Rocío de manera superficial o anecdótica, la Romería, el lugar, el
camino y todas las manifestaciones en torno a la Blanca Paloma, pueden
quedar en una expresión festiva con tintes religiosos. Pero nada más
lejos de la realidad: El Rocío nace hace cientos de años, en torno a una
devoción mariana que cristaliza en el culto a la Imagen de Nuestra
Señora. Nace como devoción, como demanda de protección y amparo a la
Santísima Virgen, en los avatares de la existencia de los almonteños, y
muy pronto, también, en la de los pueblos de los alrededores.
La
devoción rociera se fue después extendiendo: llegando a Sevilla, a
Huelva, a los pueblos del entorno, y cada vez más lejos fue sembrando
brotes, que hicieron surgir Hermandades que conservan el amor por María
del Rocío.
Este
es el hecho incontrovertible: El Rocío es la Virgen, y a Ella tienden y
miran los rocieros. Que esta devoción se vive con alegría es indudable,
porque es alegre encontrarse con los hermanos, porque es alegre
comunicar con otros hombres cercanos y lejanos, que participan del común
amor a la Señora; porque es alegre encontrarse cerca de la Virgen,
visitarla, rezarle, hablar con Ella, llorarle, piropearla. Porque se va
al Rocío a ver a la Virgen, a saludarla con la Hermandad, a cantarle
alabanzas en el Rosario, a participar con ella en la Santa Misa. A verla
navegar por las arenas en una procesión sobre hombros apretados en la
jubilosa lucha de portar a María.
Esta
alegría se siente desde que se inicia el camino –antes aún, desde los
preparativos- viviendo día a día, momento a momento, cada hito rociero.
Alegría que podrá transformarse en cante y baile, en copla y en contacto
humano.
Todo
lo demás... Que si hay copas... ¡Claro que las hay! Habrá fiesta y
risas, -como habrá emociones y lágrimas- que a veces no tendrán nada que
ver con el ambiente rociero; como habrá curiosos e incluso equivocados
que vayan al Rocío sin más pretensión que una diversión, que por otra
parte pueden encontrar en cualquier otro sitio. Pero esos no son
rocieros ni su “rocío” es el Rocío.
José L. Velazquez